· 

Tomoko


Por Roberto Corte


 

Alfredo Hernández es un autor genuino. Quienes lo conocemos y sabemos algo de su vida no dejamos de sorprendernos de las muchas peripecias, avatares y proezas que jalonan su biografía. Con Alfredo estamos ante un hombre excepcional, libre, construido a sí mismo y protagonista de sus pasiones. O, al menos, esa es mi impresión.

 

Toda expresión artística y literaria conlleva inevitablemente dosis autobiográficas: biografía física y biografía  intelectual, incluyendo también el estilo como la estructura caracterológica que define a un autor…

 

Las anteriores novelas de Alfredo, El fósil vivo, La venganza del objeto y Residencia de quemados, nos muestran sus  principales preocupaciones temáticas y formales al hacer especial hincapié en la caricatura y la parodia, en la recreación de situaciones curiosas y en una serie de personajes anómalos y singulares… tan perspicaces  como extravagantes. Aunque será el humor y un juego metaliterario bizantino, al lado de un originalísimo tratamiento del lenguaje en lo que concierne a  la invención de términos y palabras… lo que confiere a sus obras una identidad muy particular, bien diferenciada del resto de literaturas al uso y especialmente dirigida a lectores que gustan de obras no convencionales.

 

En el caso de Tomoko, la obra que hoy nos ocupa, lo primero que conviene señalar es que estamos ante una novela que presenta importantes variantes respecto a los anteriores trabajos. Pues se trata de  una pieza que, sin abandonar algunas de las características anteriores, nace con vocación de llegar a un número más amplio de lectores al contar con unos personajes que, siendo de carne y hueso, también muestran su ternura, al margen del uso aséptico y distante que de ordinario se hace de ellos desde la caricatura. No faltan en Tomoko la proyección metaliteraria y el juego de identidades —tan gratos y queridos por el autor— pero se presentan ya dentro de un núcleo de convención dramática, literario y argumental… muy refinado y unitario, lejos de la confrontación y la radicalidad a que estábamos acostumbrados.

 Tomoko tiene una trama sencilla, al menos aparentemente… Si hubiera que resumir la sinopsis argumental en una sola frase diríamos que estamos ante una historia de amor entre un judoca español y su traductora japonesa. Y no sería incorrecto ni  mentiríamos si nos quedamos en esa definición genérica porque ese es el eje que vertebra todo lo demás… Pero, obviamente —como en toda buena obra que se precie—, la novela ofrece también múltiples lecturas, porque  son muchos los temas que se esgrimen y entrecruzan,  y  varias  las capas que se le presentan al lector. Para empezar, la acción transcurre en el pasado y en el futuro, es decir, en dos espacios y momentos diferentes que eluden el presente:  en el Japón de 1979 y en un hipotético Chicago de 2035,  en la juventud  y  en el ocaso de los protagonistas, en un mundo tradicional bien jerarquizado donde aún persisten los códigos de honor y las deudas morales,  y en otro «postcomercial» y futurista,  salpicado de hologramas, «rascanubes» y coches voladores… Con un «oriente versus occidente»  como planteamiento dialéctico que atraviesa toda la obra,  y con la complementariedad del Tao como fuente transformadora  capaz  de  alumbrar  un  nuevo  paradigma del amor: la fusión de la «silvestricidad»  y  la «tomokosidad» —así es  como le gusta  llamarlo al autor—,  es decir,  la fusión del zafio y rudo Silvestre con la delicada, sensual y refinada Tomoko.

 

Pero la novela contiene también innumerables ingredientes que resultaría prolijo enumerar y que son del agrado y gusto de todos los lectores: hay momentos emotivos de indiscutible belleza, personajes oscuros, reflexión paródica sobre los géneros literarios, la  teoría de la pasión coagulada (que es un acertado símil fisiológico para describir cómo se comprime el deseo de los protagonistas), el «hambre» como elemento cómico-distancioador (que configura y determina el personaje de Silvestre, muy carpantesco, sanchopancesco o incluso lazarillesco), el dolor como fuente de conocimiento y purgación, la  minuciosa descripción del mundo del judo y su épica del combate, el sarcasmo y  la crítica del mundo académico, el erotismo y  la sensualidad en algunos pasajes, el exotismo de las costumbres en la sociedad nipona y… un juego de identidades planteado como un enigma que hay que descifrar. En fin, como se puede apreciar, todo un suculento universo  mostrado con infinidad de detalles    ante los cuales no cabe  inhibirse ni asustarse porque…  paradójicamente,   la sencillez y  la armonía es la regla general que galvaniza todo el entramado.

 

Tomoko es también un viaje iniciático, una ficción, unas memorias, una tesis, una novela y un magma residual a modo de testamento literario, narrado con sabiduría desde el pasado  hacia el futuro… y viceversa, con humor y originalidad, en un juego de espejos que va más allá de la mera anécdota porque el trazo reflexivo y emocional que se nos propone transciende holgadamente la fábula.

 

Dije al principio que toda obra literaria es inevitablemente autobiográfica, y Tomoko  lo es un sentido pleno. Buena parte de los hechos que se relatan le han sucedido al autor, es decir, a Alfredo Hernández, que ahora nos  los cuenta 55 años después, o sea, desde 2035… Pues bien, yo les pregunto, ¿puede haber mejor estratagema y escapismo que esta diacronía a modo de disfraz para tomarle el pulso a la vida y la existencia?

 

Les animo a que lean la novela y lo  descubrirán.



Escribir comentario

Comentarios: 0